BOB FOSSE MIRÁNDOSE AL ESPEJO A TRAVÉS DE JOE GIDEON (1)
Unas toses. La casette que se introduce dentro de un pequeño aparato de música. Un dedo pulsa el botón play y comienza a oírse un concierto de Vivaldi. A continuación, los primeros planos de un ojo recibiendo gotas de colirio y una pastilla que se disuelve en un vaso de agua. Y un hombre de mediana edad reflejado en el espejo: se quita el pitillo de los labios y bebe de dicho vaso. Después el contrapicado de éste, bajo la ducha, con otro cigarrillo en la boca, ya mojado. Y la imagen de un pequeño bote en cuya etiqueta se lee “Dexidrina”. Se toma unas píldoras. Ya vestido y de espaldas a la cámara, alza sus manos y exclama, de nuevo ante el espejo: «It’s show time, folks!» (algo así como «Es hora del show, amigos») y que la versión española ha traducido como «Empieza la función». Liturgia matinal que cumple religiosamente cada día el narcisista Joe Gideon (Roy Scheider), alter ego del gran Bob Fosse. Porque All that Jazz (1979) es una película autobiográfica, incluso testamentaria, aunque el realizador americano se pondría una vez más tras las cámaras con Star 80 (1983) su quinto y último largometraje.
A través de Gideon, el director de Cabaret (1972) se mira al espejo analizando, a lo largo del metraje, los recovecos de su compleja y desmesurada personalidad. La existencia de Gideon se fundamenta en tres pilares. Primero, es un compulsivo adicto al tabaco, al alcohol y a los fármacos. Aparte del citado ritual, siempre tiene el eterno cigarrillo entre la comisura de sus labios y no pierde ocasión para abrir una botella de vino. Segundo, el fervor por su trabajo que alcanza extremos obsesivos: alterna el nuevo musical que está preparando con el montaje de su nueva película The stand-up que recoge los monólogos del humorista Davis Newman (Cliff Gorman), clara referencia del propio Fosse cuando unos años antes rodó Lenny (1975), sobre el malogrado y autodestructivo Lenny Bruce al que encarnó Dustin Hoffman. A esto, se añade su meticuloso empeño por lograr la perfección con un pavoroso miedo al fracaso. En una de sus confesiones con la muerte Gideon afirma: «Nada de lo que hago es lo bastante bueno, ni es lo bastante bello, ni lo bastante cómico, ni lo bastante profundo, ni lo bastante nada. Verás, cuando veo una rosa, eso es perfecto. Es la plena perfección. Me dan ganas de mirar a Dios y decirle: ¿cómo diablos lo hiciste? ¿y por qué yo no puedo hacerlo?». O cuando le recrimina Davis Newman en una de las visitas al sanatorio expresándole que «en el fondo te espanta ser convencional». Por último, su tercer pilar son las mujeres; Gideon es un impenitente seductor. Testigo silencioso de sus múltiples desavenencias amorosas es su ex-mujer Audrey (Leland Palmer) que va a participar en el nuevo espectáculo que el coreógrafo prepara, y con la que tiene una hija en común, la preadolescente Michelle (Erzsebest Foldi). Con Audrey no sólo mantiene una buena relación sino que en muchas ocasiones es su confidente y su consejera en materia artística. A la vez, ella nunca ha ocultado sus sentimientos por él, así como su admiración: siempre está presente, desde los castings, hasta en la enfermedad. Situación similar que vivió Gwen Verdon, actriz, bailarina y tercera esposa de Fosse. Pero ese incorregible talante mujeriego quedará patente incluso cuando pide perdón a Audrey y a Kate (Ann Reinking), su amante actual, en una de sus últimas crisis. Mientras es trasladado en camilla mira a su ex-mujer: «Si muero, perdóname todo el daño que te he hecho, le dice». Gira la cabeza hacia Kate: «Y si vivo perdóname tú el daño que te voy a hacer». Y todo esto bajo el envoltorio de que para Gideon la vida en general y su propia existencia en particular es puro espectáculo.
El otro gran protagonista en All that Jazz es la muerte, tema por otro lado muy presente en la obra de Fosse (Lenny, Star 80). Aquí la muestra desde diversos puntos de vista: uno más onírico que se corresponde con los fragmentos que se van insertando a lo largo del metraje en los que Gideon, curiosamente siempre vestido de negro, se confiesa abiertamente ante la muerte ataviada de blanco (Jessica Lange en una de sus primeras apariciones en la pantalla); otro puramente sarcástico, a través de los monólogos de Davis Newman que Gideon ha rodado y que vemos en las escenas de la sala de montaje. Aparte, habrá trozos del discurso que se repetirán en off a lo largo del filme, como ese de la doctora que divide en varias fases el proceso de la muerte: «Cólera, negación, pacto, depresión y aceptación»; y por último, el real, es decir, durante su agonía en el hospital, siendo uno de los momentos álgidos aquel en el que se combinan las secuencias de una operación a corazón abierto y una reunión de los productores haciendo números con la aseguradora, a raíz del estado de Gideon y cuyo beneficioso resultado, si el coreógrafo muere, hace exclamar a uno de ellos: «Sería el primer show de Broadway que daría beneficios sin haberse estrenado». Porque All that Jazz también es una dura crítica a la hipocresía del mundo del espectáculo, como bien atestiguan otros momentos: por ejemplo, ese en el que uno de los productores, Jonesy Hecht (William LeMassena) le ofrece el puesto del agonizante Gideon al envidioso y petulante Lucas Sergeant (John Lithgow).
Conjunto que, por otro lado, Fosse estructura en dos partes bien diferenciadas. La primera mitad —fraccionada a su vez por el leit motiv del rito matinal con píldoras, cigarros y Vivaldi— muestra los entresijos de la preparación de la obra, así como el montaje de su citado filme, The stand-up. La segunda narra su agonía en el hospital. Y ambas están unidas por una secuencia central, precisamente una de las más brillantes de la película: la compañía comienza a leer el guión del espectáculo y lentamente desaparece el volumen ambiental. Sólo se oyen los ruidos del propio Gideon: sus dedos golpear la mesa, sus pasos, la cerilla con la que enciende un cigarro o su pie aplastando la colilla. En un momento dado, Gideon está sentado de espaldas a la cámara. Sus manos, hacia abajo y detrás de él, sostienen un lápiz que a los pocos segundos parte en dos. El sonido seco del quiebro equivale al presagio de su primer ataque al corazón. Vuelve a subir el sonido coincidiendo con el final de la lectura. Todos aplauden y seguidamente se van retirando. Gideon se queda sentado, cabizbajo.
Mención aparte merecen los espléndidos números musicales, que van en in crescendo, desde la sencillez estética de los primeros pues se desarrollan durante los ensayos: en especial el llamado Aerótica, deslumbrante muestra de la portentosa concepción coreográfica y visual de Fosse en la cual, con unas simples linternas y el propio cuerpo humano, concibe una composición de gran belleza. Hasta los últimos, mucho más complejos estéticamente, fruto del subconsciente de Gideon: los cuatro que protagonizan Audrey, Kate y Michelle ante el moribundo director. Y el del broche final, cuando O’Connor (Ben Vereen), el showman de color, presenta a Gideon, un hombre que llegó «hasta el punto de no saber dónde acababa el juego y la realidad empezaba». Y se da paso al celebre Bye bye Life que cierra el filme, quizá el número más fastuoso visualmente por la escenografía y el vestuario en los que predominan los plateados, los brillos y las luces con ese toque kitsch de la época. Tras la celebración, donde el protagonista se despide de los suyos, éste se reúne con la muerte, que le espera entre bastidores, con los brazos abiertos. El brutal contraste de esta catarsis final con la auténtica realidad será muy diferente: el cadáver de Gideon embutido en una bolsa de plástico cuya cremallera, al cerrarla una mano anónima, provocará un ruido seco. Ese que, por unos instantes, rompe el sepulcral silencio de la morgue.
CARLOS TEJEDA
(1) Artículo publicado en la sección "Locos por el cine" de la revista KANE3, nº 7, abril de 2006, pp. 46-47.