PARÁBOLA SOBRE LA DESORIENTACIÓN
Paisaje después de la batalla (Krajobraz po bitwie, Andrzej Wajda, 1970)

Artículo publicado en Shangri-La. Derivas y ficciones aparte, nº 7. Carpeta "Memoria/s de Auschwitz", septiembre/diciembre de 2008, pp. 207-211.

«La poesía, y también la religión, se miden por el amor que despiertan hacia otros. Pero nuestras vivencias siempre son ilusorias» le expresa Tadeusz (Daniel Olbrychski) a Nina (Stanislawa Celinska) en un momento dado. Frase que bien puede servir para trazar una definición inicial, tanto del aspecto visual como del conceptual y espiritual, de Paisaje después de la batalla. Sensación de irrealidad que viene marcada desde las imágenes iniciales de la película: sobre el cristal de una ventana que se abre lentamente se reflejan las alambradas y las torretas de un campo de concentración. No hay ser humano alguno. Tan solo un entorno nevado perturbado por el estruendo de los disparos. Luego van surgiendo las figuras casi fantasmales de los prisioneros que reciben eufóricos la libertad, saliendo de sus barracones y corriendo en diversas direcciones. Después, unos se despojan de las ropas estriadas que envolvieron sus cuerpos como cautivos, otros rompen los cercos a golpe de pico. Todo ello subrayado alegóricamente por el primer movimiento del concierto nº 3 “El otoño” de Antonio Vivaldi.

Wajda pertenece a esa estirpe de jóvenes que hereda las cenizas de una nación cuyos valores tradicionales y morales han sucumbido en la contienda. Raigambre establecida durante siglos que ha llevado al país a un trágico naufragio. Algo similar a lo sucedido con la Primera Guerra Mundial. Pero si la juventud de los años veinte, en especial los integrantes de las Vanguardias Históricas, se dedicó a espolear con virulencia a una decadente sociedad cuyo fracaso acabó provocando prácticamente la desaparición de una generación; los cineastas polacos en concreto se entregan al revisionismo histórico en un momento cuya situación navega entre la aceptación de una era en la que se hallan desubicados y el cuestionamiento de las ancestrales premisas éticas y religiosas sobre las que su patria se ha sostenido durante décadas. Disyuntivas que muestran numerosos filmes como La barrera (Jerzy Skolimowski, 1966 ) o la llamada trilogía de la guerra que inaugura la filmografía de Wajda, quizá el cineasta polaco que en más ocasiones ha incidido en la historia de su país: Generación (Polkolenie,1954), Kanal (Kanal,1957) y Cenizas diamantes (Popiol i diament, 1958).

Y es precisamente Cenizas y diamantes con la que Paisaje después de la batalla tiene más puntos en común: son dos frescos sobre la desorientación y la búsqueda de identidad impregnados de metáforas y símbolos; las dos muestran el punto de inflexión entre el final de una época y el comienzo de otra, intervalo acentuado por el desconcierto y la confusión. Y por último, sus respectivos protagonistas son dos jóvenes cuyo idealismo se ha transformado en desencanto. Si Maciek (Zbigniew Cibulsky) que forma parte de un grupo nacionalista acaba cuestionando su lucha armada en Cenizas y diamantes, Tadeusz es un poeta intelectual marcado por el horror de los campos de concentración y cuyo escepticismo aplaca a través de los libros y las rimas que escribe en pequeños papeles. Personajes que deambularán entre las ruinas de un pueblo dividido y que, pese a sus propios conflictos internos, terminan siendo víctimas de las circunstancias. Aunque sólo sea por el mero hecho de acabar aceptándolas y a partir de ahí comenzar de nuevo, como le sucederá al segundo.


El Paisaje después de la batalla es el que desfila ante los ojos de Tadeusz, personaje a través del cual Wajda observa los acontecimientos y cuya primera aparición en pantalla es precisamente rescatando unos libros que no han llegado a consumir las brasas de una fogata. Hasta ese momento, la cámara se había mezclado con el conjunto de prisioneros durante los instantes en que son libertados por los aliados mostrando sus rostros, sus maneras, sus idas y venidas por dentro y fuera del recinto tras el largo cautiverio padecido. Pero a partir de dicha secuencia el objetivo del cineasta permanecerá al lado del protagonista, hilo conductor sobre el que se sostiene la totalidad de la historia. Un hombre con la identidad arrebatada cuyo único punto de referencia son sus libros, en medio de un pueblo desolado que acaba de recuperar su autonomía pero, paradójicamente, atrapado por sus viejas disputas ideológicas que vuelven a emerger tras su liberación. Imágenes que el director elabora imprimiéndoles carácter de reportaje bélico, incluso de documental, en cuanto a su aspecto visual amplificando, si cabe aún más, el realismo y la crudeza de las acontecimientos.

Los presos son liberados. Pero para evitar males mayores mientras la situación se estabiliza, los aliados les mantienen internados bajo control en los antiguos cuarteles de las SS, lugar donde han sido destinados temporalmente. «Es una especie de cuarentena. No somos prisioneros ni tampoco libres. Pero representamos una gran fuerza moral» le expresa Tadeusz a Nina, una joven judía polaca que se niega a volver a su país y que ha llegado al recinto junto con otros refugiados.

Y después, la infantería polaca que «marcha bien cuando la conducen oficiales polacos»; un arzobispo y su multitudinaria misa en la que se exaltan los valores patrióticos y en la que Tadeusz participa como monaguillo; o la representación teatral de la batalla de Grünwald al caer la noche. Histórico combate que tuvo lugar en el siglo XV en el que los polacos derrotaron a los teutones y que Aleksander Ford había trasladado a la pantalla una década antes en Los caballeros teutónicos (Krzyzacy, 1960). Una suerte de conmemoración, amplificada musicalmente por la Polonesa en La bemol mayor, Opus 53 (“Heroica”) de Frédéric Chopin un compositor cuyo sentimiento nacionalista se había reflejado en algunas de sus obras. Pero la función acabará desmoronándose debido al caos reinante entre los confinados polacos.


Paisaje después de la batalla es también la particular mirada de Wajda sobre el Holocausto. El cineasta no especifica lugares concretos aunque el espectador intuye en todo momento el nombre de Auschwitz. De hecho, la película se basa en un relato de Tadeusz Borowski, un escritor polaco que estuvo recluido en el citado campo de exterminio antes de terminar su cautiverio en otro de desplazados como el que presenta el film. Y el protagonista principal viene a ser, en cierta manera, un reflejo del citado literato.

Wajda tampoco utiliza imagen explícita alguna de lo que los nazis llamaron “la solución final”, sino que lo expresa a través de la sugerencia por medio de los semblantes, las actitudes, los testimonios de esos seres marcados por el horror. No sólo muestra las secuelas del profundo dolor que arrastran, sino como se enfrentan al mismo en libertad, como tratan de recomponerse de una trágica experiencia que ha dinamitado los resortes de su propia identidad, los de sus principios morales, éticos e incluso religiosos, y no sólo como individuos, sino en cuanto a la colectividad de la que forman parte, es decir, como pueblo. De ahí la actitud de Nina cuando le expresa al protagonista que ella simplemente acepta su condición de judía pero no el significado de lo que ello conlleva. Su visión sobre el hombre se eleva por encima de clasificaciones, creencias y nacionalidades. Incluso de los propios símbolos. Mientras le muestra su colgante le dice: «Nunca me has preguntado qué es esto a diferencia de otros. Son las tablas de Moisés, los mandamientos en hebreo. Justamente esto me une a los judíos. Pero no soy ni judía ni polaca».

Sin embargo la tesitura en la que navega Tadeusz es bien diferente a la de la muchacha. Es un hombre a la deriva en un mundo que se ha desplomado dramáticamente. Su idealismo se ha transformado en escepticismo hacia el ser humano y, por extensión, a sus congéneres. De ahí su actitud huidiza que le impide entablar relación alguna con sus compañeros quedándose en muchas ocasiones en simples cruces de palabras. Incluso se cuestiona la utilidad de su condición de artista como queda de manifiesto en un verso que un compañero le arrebata y lee en voz alta «...Mis amigos iban a la muerte. Muchos cayeron combatiendo mientras yo hilvanaba rimas. Ahora sé bien que mi poesía de nada les ha servido». Es quizá todo ello lo que le conduce si cabe aún más a aumentar su desconcierto y por ello a refugiarse en los libros. Posturas que le recrimina un sacerdote, también prisionero en su mismo barracón, manifestándole que es un hombre totalmente perdido para terminar espetándole: «Acumulas libros porque te sirvieron y a ellos te debes, aunque no lo admitas».


A todo ello se une el aturdimiento que Tadeusz sufre por su angustiosa vivencia en los campos de exterminio. Experiencia que le relata a una mujer anónima, integrante de un grupo militar americano que visita las sórdidas instalaciones del cuartel donde se hallan confinados los desplazados polacos: «Tuve un amigo en la cuadrilla especial, uno de esos que cremaban los cadáveres. Le pregunté por qué estaba triste al verlo de mal semblante. “Mi padre –me dijo- llegó hoy con un transporte. Me abrazó. Quise hablar con él. Pero el celador me gritó. Aquí tienes jabón, le dije, ve al baño. Después hablaremos”. El baño era la cámara de gas. Después mi amigo sacó el cuerpo de su padre y lo echó al horno. Realmente no tenía motivos para estar alegre». Y el poeta cambia de registro, su dicción adquiere un aire más satírico aunque impregnado de amargura: «Perdóneme que hable mal el inglés ¿Conoce usted el tango del crematorio?». Pero ella, impasible, sin emitir palabra alguna, prosigue su paseo mientras él permanece quieto, en silencio, observando como se aleja la mujer. El horror que mira el visitante, como si aquello hubiese sido algo irreal frente al ser que lo ha padecido en sus carnes.

Y es precisamente el encuentro con Nina el que hará que inconscientemente Tadeusz abandone paulatinamente su estancamiento emocional y recupere la esperanza. Aunque sea a través de la antítesis. Dos opiniones contrapuestas que precisamente, en su confrontación, sirven para la autoafirmación de ambos personajes. Si ella, como antes se ha dicho, promulga su libertad individual por encima de agrupaciones, colectivos e incluso naciones, él a pesar de su desencanto sigue aferrado a la idea de Polonia como nación. «Todo lo que tengo es polaco ¿no puedo y no quiero extirparlo! ¿Crees que la patria es el paisaje? Un prado como este también existe en Polonia ¿Y qué?». Pues Tadeusz, como el campo de concentración o el austero cuartel de desplazados en el que se halla, está en mitad de la nada de ninguna parte. No hay fronteras, solo un vasto paisaje natural. El mismo por el que se pasea con Nina quien le intenta convencer para que vaya con ella a Francia y comiencen una nueva vida. Pero él rechaza la oferta al afirmarle que todo lo que tiene es polaco. Es por eso que ella le pregunta cuál es su concepto de patria y el joven responde: «No lo sé. Creo que es la gente, la tradición, la lengua. La lengua que hablamos y que mejor comprendemos. Ese tesoro común. Nadie puede tener esto individualmente, ni siquiera entre dos».

Hecho que pone de manifiesto la secuencia en la que la chica muere por un disparo accidental de un soldado americano. Wajda parece tomar partido por los ideales de su protagonista. El oficial al mando, abatido por el suceso, se apoya en su jeep a la vez que pregunta a Tadeusz el por qué de ese absurdo incidente. A lo que el protagonista responde: «Aquí, en Europa, tuvimos tiempo de acostumbrarnos. Durante seis años nos disparaban los alemanes, y ahora ustedes. ¿Qué diferencia hay?». Una parábola más sobre la estupidez humana.


Pero Nina ha movido algo en el interior del joven que, arrastrando un carrito con libros, abandona el cuartel. En la puerta principal se encuentra cara a cara con el soldado que mató fortuitamente a la chica. Tras un cruce de miradas, el militar baja su cabeza. El poeta esboza una leve sonrisa. El recluta levanta la barrera.

A través del perdón, Tadeusz ha dado un primer paso, o puede que el necesario, para comenzar una nueva vida. Como muchos otros refugiados, regresa a su país subido en un tren sobre cuyos vagones Wajda ha pintado los títulos de crédito finales. Una metáfora sobre la identidad recobrada, con nombres y apellidos. Aunque sean los del propio equipo que ha hecho posible la película.

CARLOS TEJEDA
Artículo publicado en Shangri-La. Derivas y ficciones aparte, nº 7. Carpeta "Memoria/s de Auschwitz",
 septiembre/diciembre de 2008, pp. 207-211.