EL «DIRECTOR» DE TODO ESTO (1)
El jefe de todo esto (Direkt ren for det Hele, Lars von Trier, 2006)

En su obra Le peintre de la vie moderne (El pintor de la vida moderna, 1863) –sin duda, un texto esencial sobre la modernidad- Baudelaire traza las diversas problemáticas que engloban el universo intelectual y la creación artística. Para ello, el autor eligió como emblema de la modernidad a Constantin Guys (al que el escritor reseña como “Sr. G”) un pintor de segundo orden, elección polémica si se toma en cuenta que Baudelaire conoció a artistas de la talla de Courbet o Manet. Ignoro si Guys en su día gozó de éxito, a pesar de que hay teorías que defienden que el poeta escogió al artista simplemente como pura provocación. El autor francés afirma en el citado libro: «Lo bello está hecho de un elemento eterno, invariable, cuya cantidad es excesivamente difícil de determinar, y de un elemento relativo, circunstancial, que será, si se quiere, alternativamente o al mismo tiempo, la época, la moda, la moral, la pasión»(2). Unas páginas más adelante concluye: «La modernidad es lo transitorio, lo fugitivo, lo contingente, la mitad del arte cuya otra mitad es lo eterno y lo inmutable»(3). Atributos que bien se pueden aplicar al polémico director Lars von Trier (Copenhague, 1956) al tratar de situar su obra cinematográfica. Su filmografía tiene vocación de modernidad y provoca admiración y animadversión a partes iguales. Pero ¿es realmente von Trier un autor innovador? ¿Han supuesto sus arriesgados proyectos un nuevo impulso a la creatividad dentro de la crisis general que viene arrastrando el cine desde hace tiempo?. ¿O es von Trier tan solo un caprichoso comediante, cuyas poses de enfant terrible y habilidades para la autopromoción vienen a dinamizar la apagada cinematografía europea?. En otras palabras, ¿es el director danés un genio cuya obra perdurará en el tiempo o más bien, a pesar del ruido, acabará pasando a la historia del cine lo mismo que Constantin Guys para la de la pintura?. Bien es cierto que hay dos causas que contribuyen aún más, si cabe, a crear una gran confusión a la hora de valorar debidamente el trabajo de este cineasta: su compleja personalidad y su propio empeño creativo, que le lleva a emprender propuestas radicalmente diferentes entre ellas.

Incuestionable es la habilidad de este director, con la que ha ido alimentando su propia leyenda, sabedor de la expectación que despiertan su desconcertante personalidad, sus actitudes o sus circunstancias –como, por ejemplo, su condición de “niño mimado” en el Festival de Cannes, donde ha cosechado numerosos premios-. Estos factores le han allanado el terreno para adquirir suficiente libertad, no sólo dentro del campo creativo, sino también en el plano público, lo que le ha permitido determinadas travesuras, desde su reinvención de sí mismo -el "von" se lo añadió a su apellido a raíz de una reprimenda de un profesor mientras cursaba estudios de cine en la Danske Filmskole-, hasta sus excentricidades -entre otras, su conocida fobia a volar-. O sus contradicciones: las declaraciones de intenciones que lanza cada cierto tiempo para más tarde contradecirse en el siguiente proyecto que afronta. Es lo ocurrido, por ejemplo, con el manifiesto Dogma, que redactó en 1995 y en el que reivindica un cine sin artificios, sin efectos especiales, filtros ni maquillajes; con iluminación y escenarios naturales (sean interiores o exteriores), el uso de la cámara en mano o la ausencia del nombre del director en los créditos. Pautas con las que concibió Idioterne (Los idiotas, 1998) y que olvidó por completo en su siguiente largometraje, Dancer in the dark (Bailando en la oscuridad, 2000), en el que hizo exactamente lo opuesto.


En todo caso, no cabe duda de que tras el envoltorio de la polémica y la parafernalia publicitaria que le circunda se oculta un autor de indudable talento, poseedor de un gran conocimiento de las estrategias narrativas y visuales, además de la tan preciada independencia para acometer todo tipo de riesgos a la hora de imaginar sus proyectos. Aunque la desmesura de von Trier puede ser al mismo tiempo un arma de doble filo, su ansia de experimentación ha ido dando como resultado una filmografía con la virtud de beneficiarse de indudables hallazgos, y del factor sorpresa, que le ha dado mucho juego cara al marketing en el momento del estreno de cada uno de sus títulos. (Con respecto a su último filme, Direkt ren for det Hele [El jefe de todo esto, 2006] uno de los aspectos que se ha subrayado ha sido que von Trier ¡ha rodado una comedia!). No obstante ese mismo empeño de von Trier por lo experimental le ha acarreado bruscas rupturas de estilo, lo que contribuye al desconcierto general que despierta su obra. Recordemos la superposición de imágenes en color sobre el blanco y negro de Europa (1991), el rodaje completo con cámara en mano de Breaking the Waves (Rompiendo las olas, 1996), los convencionalismos del cine musical en la rocambolesca Bailando en la oscuridad o la austera puesta en escena, sin paredes, de Dogville (2003) y Manderlay (2005), cuyos espacios escénicos están dibujados con trazos de tiza en el suelo, a los que se han añadido apenas determinados elementos de atrezzo, acercándose así a las premisas del teatro experimental contemporáneo.

A la inquietud empírica de Von Trier se suma su interés por las nuevas tecnologías, como es el caso del vídeo digital, que, al igual que otros artistas y cineastas, enseguida ha adoptado para el desarrollo de su discurso creativo. «No cabe duda de que la proliferación de diarios filmados, como las películas de Johan van der Keuken, Chris Marker o Nanni Moretti, los clips de Jem Cohen y la obra de Naomi Kawase, se debe al diálogo establecido entre diversos cineastas y las cámaras de video para uso doméstico» (4). Pero von Trier no se conforma con la utilización de modernos soportes videográficos, sino que, fiel a su obsesión por la experimentación, ingenia insólitos dispositivos técnicos que le permitan nuevas articulaciones creativas. Es el caso del nuevo mecanismo con el cual ha creado El jefe de todo esto y que ha bautizado como “Automavisión”. Se trata de un sistema informático que, con la finalidad de limitar la intervención humana, va corrigiendo al azar los planos que va obteniendo la cámara, sin importar lo que abarque el encuadre, además de hacer paralelamente lo propio con el sonido. Es por ello que en muchas imágenes de El jefe de todo esto los personajes aparecen no solo descentrados, sino también sesgados, aparte de los saltos que se notan en la banda sonora. Estos conceptos visuales, dicho sea de paso, fueron ya experimentados por directores de la talla de Jean-Luc Godard en los años sesenta, sólo que de manera más “rudimentaria”, también cámara en mano. La incorporación de este tipo de mecanismos tuvo precedentes como, por ejemplo, el que empleó Michael Snow en su película La region centrale (1970). Con un enfoque mucho más conceptual que narrativo, el artista canadiense rodó un paisaje del norte de Québec sirviéndose de un dispositivo en el que va ubicada la cámara. Guiado por un control remoto, el aparato creaba una variada serie de movimientos rotatorios a diferentes velocidades.


Lejos de las complejas y tenebristas imágenes de sus anteriores filmes, El jefe de todo esto es quizá la película más “limpia” que von Trier ha rodado hasta la fecha, con la dificultad añadida de mostrar algo tan poco cinematográfico como la trastienda del mundo empresarial. Si el espíritu de Carl Theodor Dreyer está presente en su obra fílmica -ha rodado un guión del propio maestro danés, Medea (1987), por encargo de la cadena de televisión Danmarks-, El jefe de todo esto tampoco es una excepción. Principalmente en lo concerniente a su concepción visual: von Trier saca provecho aquí de las particularidades intrínsecas a los asépticos escenarios de una oficina. Por otro lado, capta esta atmósfera tal como se le presenta ante la cámara, es decir, sin intervención alguna en la iluminación natural del lugar, utilizando la luz del exterior que entra por las ventanas o las propias fuentes lumínicas originales de las dependencias, lo que le confiere un aspecto mucho más cercano a la realidad, permitiéndole afrontar la trama de una forma más directa y transparente, retomando, en cierto modo, las propuestas estilísticas del Dogma. Al mismo tiempo, von Trier saca partido adecuadamente de la propuesta planteada dando rienda suelta a la experimentación: además de las citadas imágenes descentradas o las figuras de los personajes sesgadas por el propio encuadre, nos encontramos con la sucesión de fragmentaciones -es decir, efectos de pequeños saltos, como si se detuviera la cámara y, segundos después, se pusiera de nuevo en marcha- dentro de un mismo plano durante una secuencia. Esto otorga a la película, en cierta manera, un carácter cercano a las coordenadas formales de lenguaje del documental –al fin y al cabo, lo que se muestra es un determinado contexto laboral-, o incluso del mismo cine experimental.

Uno de los mayores divertimentos de von Trier es desempeñar el papel de demiurgo, manipulando situaciones -al igual que en su vida de cara al público-, manejando los hilos de sus personajes como si de marionetas se tratase. A lo que se añade paralelamente su satisfacción por ejercer el rol de ilusionista, haciendo transitar al espectador por los intrincados derroteros que gusta proponer. Y El jefe de todo esto refleja perfectamente estas maneras. Ya en el inicio de la inquietante Europa, la hipnótica voz en off de Max Von Sydow, a modo de álter ego del danés, introduce al espectador en la trama: «Ahora escuche mi voz. Mi voz le ayudará y le llevará hacia Europa, cada vez más profundamente. Cada vez que escuche mi voz, con cada palabra y cada número, entrará en un nivel más profundo más abierto, relajado, y receptivo. Ahora voy a contar de uno a diez; cuando llegue a diez estará en Europa. Uno. A medida que se va concentrando en mi voz, comenzará a relajarse lentamente. Dos. Sus manos y sus dedos están cada vez mas calientes y pesados. Tres. El calor se extiende a través de sus brazos, hasta sus hombros y su cuello. Cuatro. Sus piernas y sus pies pesan cada vez más. Cinco. El calor se extiende por todo su cuerpo. Cuando llegue a seis estará en un nivel más profundo. Ahora... Seis. Todo su cuerpo está cada vez más relajado. Siete. Quiere ir a un nivel más profundo, más profundo. Ocho. Cada vez que respira es más profundo... Nueve. Está flotando. Cuando su mente llegue a diez estará en Europa. Ha llegado a diez. He dicho diez»(5). Esta voz en off va guiando, o más bien "presagiando", el destino de Kessel, el protagonista central de la trama -encarnado por Jean-Marc Barr-, a lo largo de la película. En El jefe de todo esto, recurre de nuevo a esta estratagema, sólo que en esta ocasión, y en un tono mucho más irónico, es el mismo director quien ejerce de maestro de ceremonias. Y no solamente con su voz, sino también con su propia figura reflejada en los cristales de la fachada de la oficina donde tiene lugar la historia. Incluso a lo largo del metraje, su voz en off volverá a intervenir en dos instantes concretos: hacia la mitad del metraje, cuando incorpora un nuevo personaje -la ex-mujer del actor, que es precisamente la abogada del empresario islandés que va a adquirir el negocio, dando una vuelta de tuerca al argumento-, y en el cierre de la película, en el que Trier muestra su satisfacción hacia aquellos espectadores complacidos con su propuesta. En ambos momentos, como al principio, la cámara muestra el exterior del edificio que alberga la compañía.

Lejos de los sacrificados y torturados personajes que ha trazado en su filmografía anterior, en esta comedia von Trier retrata un grupo de seres para los que el engaño y las falsas apariencias son su modo de vida cotidiano. Ravn (Peter Gantzler) es un pícaro campechano, dueño de una compañía de tecnología informática, que se ha inventado un imaginario jefe el día de su fundación. Cuando tiene que tomar decisiones delicadas que pueden despertar las iras de sus compañeros de trabajo, Ravn utiliza la figura del ficticio dirigente como escudo. Además, sus dotes de encantador de serpientes hacen que el resto de los empleados, desconocedores por completo de sus trapicheos, le profesen inocentemente una gran simpatía. Hasta que aparece en escena una sociedad islandesa interesada en adquirir el negocio. Ravn se ve obligado a contratar a Kristoffer (Jens Albinus), un actor fracasado, obsesionado con el método teatral de un tal Antonio Stavros Gambini, para que desempeñe el rol del supuesto jefe a la hora de la firma. Y es justamente en ese momento en el que se inicia la película, en uno de los aseos de la oficina, cuando Ravn da las últimas instrucciones a Kristoffer.


Además, El jefe de todo esto es un puro divertimento resuelto con notable habilidad por el director de Epidemic (1988), vehículo que a su vez le permite tomarse delirantes licencias. Al igual que Ravn, el director danés se inventa el nombre del dramaturgo Gambini, sacando punta de ello: en un momento dado, se dice que el ficticio autor escribió un largo monólogo en tres actos que, más adelante, Kristoffer acabará recitando al empresario islandés, pues éste último se declara un ferviente admirador del citado Gambini para disgusto de los demás. Incluso, como Hitchcock, von Trier crea su propio McGuffin: el “Brooker 5”, un avanzado sistema informático que han desarrollado los compañeros de Ravn y que va incluido como lote, para sacarle más rendimiento a la venta.

Al mismo tiempo El jefe de todo esto es una ácida crítica al mundo laboral salpicada por la influencia de las comedias de Frank Capra. El "actor", en su rol de ficticio director de la compañía, no sólo descubrirá paulatinamente los tejemanejes del auténtico dueño, sino que sufrirá también los ataques de la plantilla a causa de las decisiones tomadas por “su personaje” en el pasado. Así, a la vez, irá conociendo la realidad de los empleados, originada en parte por el engaño tanto tiempo mantenido por Ravn: desde Heidi (Mia Lyhne), de quien Kristoffer irá descubriendo que el supuesto jefe le ha propuesto planes de boda -es decir, se encontrará con los efectos de los falsos correos electrónicos que le ha enviado Ravn para dar credibilidad a su mentira-, a la de Spencer (Jean-Marc Barr), que en su empeño por aprender danés impide que sus compañeros le hablen en su lengua nativa, el inglés, lo que le ocasiona si cabe una mayor confusión a la hora de comprender lo que realmente sucede a su alrededor. O las encendidas negociaciones con el iracundo empresario de Islandia, personaje que le sirve a von Trier para ironizar sobre el carácter de los islandeses, que al parecer mantienen heridas abiertas debido al dominio que ejerció Dinamarca sobre su país durante cuatro siglos.

Pero El jefe de todo esto, pese a sus indudables cualidades y a tener muchos destellos de gran brillantez, no es una obra maestra, aunque esté diseñada con vocación de genialidad. Quizá y por el momento, antes de emitir un juicio definitivo, haya que volver de nuevo a Baudelaire: «para que toda modernidad sea digna de convertirse en antigüedad, es preciso que sea extraída de ella la belleza misteriosa que la vida humana involuntariamente aporta» (6).

CARLOS TEJEDA
(1) Artículo publicado en LÁPIZ, Revista Internacional de Arte, nº 234, junio de 2007, pp. 70-77.

NOTAS
(2) BAUDELAIRE, Charles. El pintor de la vida moderna. Edición a cargo de Antonio Pizza y Daniel Aragó. Colegio oficial de Aparejadores y arquitectos técnicos/Librería Yerba/Caja Murcia. Murcia, 1995, p. 78.
(3) BAUDELAIRE, Charles. El pintor de la vida moderna. Op. cit, p.92.
(4) RODRIGUEZ, Hilario J. Lars von Trier. El cine sin dogmas. Ediciones JC. Madrid, 2003, p. 12.
(5) Extraído del propio filme.
(6) BAUDELAIRE, Charles. El pintor de la vida moderna. Op. cit, p. 93.