LOUISE BROOKS (O LULÚ) PINTÁNDOSE LOS LABIOS ANTE LA DISCRETA MIRADA DE PABST (1)

Frank Wedekind desató un gran escándalo en la decimonónica sociedad alemana con El espíritu de la tierra (1895) y La caja de Pandora (1902). Dos dramas teatrales cuyo personaje central, Lulú, es una sensual femme fatale. Bajo una apariencia frágil e inocente hechiza a hombres, y a mujeres, arrastrándolos con su hipnótico encanto hacia la ruina moral y social, incluso, a veces, hasta la muerte. Lulú se mueve en ambientes desenfrenados, dedicados a los placeres mundanos del baile, la bebida o la moda, por los que navegan las luces y las sombras del ser humano: amor, lujuria, codicia, envidia, engaño, traición, celos, violencia, asesinato. Además de los virulentos ataques contra la burguesía y la tradición de la época que emanan los textos. Por ello fueron duramente censurados, incluso acusados de pornográficos por su contenido erótico, circunstancias que acompañaron la agitada existencia del díscolo escritor.

Varias décadas después un controvertido joven cineasta de 34 años vuelve a desencadenar las iras con su octava película: La caja de Pandora (Lulu)(Die büchse der Pandora, 1929), rodada el mismo año en que Alban Berg inicia la composición de su ópera Lulú dejándola inconclusa por su prematura muerte en 1935. Ese inconformista cineasta es George Wilhelm Pabst quien había firmado destacados títulos como Bajo la máscara del placer (1925) con Greta Garbo o El amor de Jeanne Ney (1927). Una vez acabada la adaptación en colaboración con el guionista Ladislaus Vajda[2] solo quedaba encontrar a la protagonista. Y la descubrió en la pantalla, interpretando el rol de una trapecista francesa en una comedia de Howard Hawks: Una novia en cada puerto (A girl in every port, 1928).


Louise Brooks era una joven rebelde que había actuado de bailarina en el Ziegfeld Follies antes de debutar en el cine con La calle del olvido (The street of forgotten men, 1925) de Herbert Brenon. Después intervino en algo más de una decena de películas que no acabaron de convertirla en estrella a pesar de haber trabajado con actores como Adolphe Menjou –El vestido de etiqueta (Evening clothes, 1927) de Luther Reed– y directores de la talla de William A. Wellman –Mendigos de la vida (Beggars of life,1928)–. Sin embargo su belleza, y sobre todo su característico corte de pelo en forma de cazo, no sólo le abrió las puertas de la fama, sino que se puso rápidamente de moda. Y apareció Pabst.

Condensar las dos piezas de Wedekind y filmarlas, cuando aún no había llegado el sonoro a Alemania supuso, de antemano, una compleja tarea. Pabst estructura La caja de Pandora (Lulú) en ocho actos, elimina algunos personajes, aprovecha la riqueza gestual de los actores potenciándola con primeros planos, lo que le permite, a su vez, acercarse psicológicamente a los protagonistas, diseccionarlos, explorarlos, consiguiendo momentos con altas dosis de sugerencia, de erotismo, de sutileza. A lo que se suma una brillante puesta en escena: los cuidados movimientos de cámara (memorable es el acto tercero donde se refleja los preparativos entre bastidores antes de una representación teatral y en la que Lulú actúa) y un audaz manejo de la luz y la sombra, además de una estudiada composición de las figuras dentro del encuadre, todo ello muy cercano al naturalismo del Kammerspiel. Desde los ambientes lujosos y la luminosidad de los primeros actos, con escenas violentas como la muerte del Dr. Schön (Fritz Kortner), en la que las imágenes se tornan casi expresionistas por la utilización de una brusca iluminación que resalta violentamente la agonía del moribundo. En contraposición con los últimos episodios, con espacios sórdidos y pobres, cada vez más oscuros y cerrados, en paralelo con la lenta degradación moral de los personajes: del claustrofóbico ambiente, rodeado de humo, de una timba ilegal dentro de un barco a la miseria de una pordiosera buhardilla en un brumoso y tétrico Londres nocturno.


Y por supuesto, el mito Brooks emanando sensualidad y sofisticación a raudales, creando un personaje único en su género que influirá con creces en las posteriores mujeres fatales del celuloide. De hecho, la vida real de la actriz tenía muchos rasgos en común con Lulú: una ajetreada existencia plagada de rendidos amantes a sus encantos, además de un par de divorcios. Pero a diferencia de Lulú, Louise era una mujer culta que, según algunos testimonios, se entregaba fervientemente a la lectura durante las pausas de los rodajes.

Al comienzo de La caja de Pandora (Lulú) el director austriaco presenta a una Lulú en pleno apogeo, amante de un hombre maduro de buena posición social, el Dr. Schön. Éste, debatiéndose entre su deseo por la chica y la conservación de su posición social le comunica, no sin dificultad, su intención de casarse con otra mujer, hija de un ministro. Pabst dibuja desde el comienzo de la película el antagonismo entre las reacciones de las víctimas frente a las de su inocente ejecutora. En otras palabras, la tortura emocional de un excitado Schön que en el fondo no puede renunciar a su deseo por ella, en contraste con la juguetona actitud de Lulú, que sigue desplegando sus embrujos con natural desparpajo. Igual que les ocurrirá a los demás hombres, que aunque no obtengan beneficio alguno la seguirán, extasiados, hasta las últimas consecuencias, aunque implique su desintegración moral, como Alwa (Francis Lederer) el hijo del Dr. Schon, el anciano Schigolch (Carl Goetz) que según ella ha sido su primer mecenas, Rodrigo Quast (Krafft-Raschig) el trapecista deseoso por montar un espectáculo de variedades e incluso las propias mujeres, como Geschwitz (Alice Roberts) que admira su belleza pero también la desea secretamente. Sin embargo, a otros les conducirá hasta la muerte como al citado Dr. Schön, con quién Lulú se había casado unas horas antes.

«Los dioses griegos crearon una mujer: Pandora. Era hermosa, seductora. Dominaba el arte del halago que ofuscaba los sentidos». Lulú, tras su seductor velo negro de desconsolada viuda sonríe tentadoramente al fiscal, que después de una cierta debilidad prosigue: «Pero los dioses le ofrecieron también un recipiente en el que había encerrado todo el mal del mundo. En su imprudencia abrió aquella caja ¡Y sobre nosotros se precipitó la desgracia!». Acto seguido el magistrado solicita la pena de muerte al tribunal que juzga a esta Pandora moderna por el asesinato del Dr, Schön. Incluso la atracción que ejerce Lulú inconscientemente irá aún mucho más lejos: el propio público asistente (entre los que se encuentran un abatido Alwa, Schigolch, Quast y Geschwitz), encandilado por la acusada, la ayudará a fugarse. La huida marcará el inicio del descenso hacia la indignidad, en la que Lulú, a pesar de sus andrajos, seguirá cautivando a otros hombres.


Pabst llama una vez más a Louise Brooks para dar vida a otra mujer abocada a la perdición en Tres páginas de un diario (1929). Con el sonoro, el director austriaco se decantará por la denuncia social: el alegato antibelicista Cuatro de infantería (1930), La comedia de la vida (1931) basada en La ópera de tres peniques de Brecht y Carbón (1931) sobre el mundo de la mina. Después vino su celebrado Don Quijote (1933) encarnado por el cantante de ópera Feodor Chaliapin. Marchó a Hollywood y rodó A modern hero (1934). Decepcionado regresó a Europa donde realizó filmes de encargo -dos de ellos vinieron de Goebbels, aunque Pabst nunca se sintió identificado con el régimen nazi-, como La última orden (1955) un film basado en un guión de Erich Maria Remarque con Oskar Werner. Y después, la muerte en el olvido, en 1967, a los 72 años.

La actriz intentó reiniciar su carrera logrando participar en apenas unos pocos productos de serie B. Se retiró. Y a pesar de que fue reivindicada en los años 50 por la crítica francesa, murió en la indiferencia, septuagenaria, como el cineasta austriaco. Pero Louise Brooks, o Lulú, aun sigue viva, atrapada en el celuloide, pintándose los labios ante la discreta mirada de Pabst.

CARLOS TEJEDA
(1) Artículo publicado en la sección "Locos por el cine" de la revista KANE3, nº 11, 
septiembre/octubre de 2006, pp. 43-45 

[2] Ladislaus Vajda (1878-1933) fue el padre del director afincado en España Ladislao Vajda (1906-1965) quien firmó títulos como Marcelino pan y vino (1955), Mi tío Jacinto (1956), Un ángel pasó por Brooklyn (1957) o El cebo (1958) obra maestra con el inolvidable orondo serial killer de niños que encarnaba un escalofriante Gert Frobe. Vajda padre escribió cerca de cuarenta guiones, ocho de ellos con Pabst –como las citadas El amor de Jeanne Ney, Cuarto de infantería, La comedia de la vida o Carbón- además de trabajar, entre otros, con Alexander Korda y Michael Curtiz en sus inicios mudos.