DE ANHELOS, DELIRIOS, VISIONES Y NAUFRAGIOS: LOS SERES MALTRATADOS DE LUIS BUÑUEL (1)

«Si me dijeran: te quedan veinte años de vida ¿qué te gustaría hacer durante las veinticuatro horas de cada uno de los días que vas a vivir?, yo respondería: dadme dos horas de vida activa y veinte horas de sueños, con la condición de que luego pueda recordarlos; porque el sueño sólo existe por el recuerdo que lo acaricia».

Luis Buñuel. Mi último suspiro.

En un momento del libro de Max Aub Conversaciones con Buñuel el director aragonés declara lo que considera el eje argumental sobre el que gira su obra: el ser humano tratado con terrible injusticia por la Naturaleza y por las estructuras creadas a su alrededor[2]. Frase que, por otra parte, define lo que ha sido en cierto modo la existencia de un cineasta que, cercano a la cincuentena, con pasado de maldito, tres películas “escandalosas” (Un perro andaluz, La edad de oro y Tierra sin pan) y un largo período de 15 años sin ponerse detrás de una cámara -entre Tierra sin pan (1932) y Gran Casino (1947)-, tiene que empezar de cero en un país nuevo para él como es México. Resignándose, en un principio, a realizar productos “alimenticios” para acreditarse como director, sufre conflictivos rodajes con escasa infraestructura económica y material teniendo, en muchas ocasiones, que recortar secuencias -Simón del desierto (1965), su última película en México, quedó reducida a 42 minutos-. A todos estos sinsabores no faltaron las constantes polémicas que acompañaron a su persona y a sus películas, a menudo seguidas de reacciones violentas, censuras y protestas, -incluso procedentes del propio Vaticano-, a pesar de que algunas de ellas recibieron prestigiosos premios, así Los olvidados (1950), Nazarín (1958) y Viridiana (1961) fueron galardonadas en el Festival Cannes y Belle de Jour (1967) en el de Venecia, entre otros. Hasta que, casi septuagenario, y en Francia, goza finalmente de absoluta libertad creativa y medios para rodar sus largometrajes, recibiendo la aclamación internacional a raíz del Oscar a la mejor película de lengua extranjera por El discreto encanto de la Burguesía (1972).

Este historial de hombre maltratado le pone en una tesitura más próxima a sus protagonistas, cuya existencia vital, retratada con un cierto tono satírico, se podría sintetizar en una imagen: la lucha entre dos escorpiones en La edad de oro -metáfora que posteriormente Peckinpah utilizará para el arranque de Grupo Salvaje (The wild bunch, 1969)-; es decir, individuos o grupos, sobreviviendo en una íntima y permanente lucha por materializar ese deseo instintivo, desmesurado, obsesivo en algunos casos, que arrastran con ellos mismos. A esta cruzada interior y personal se sumará su batalla contra el entramado social que les envuelve, y por el que, irremediablemente, acabarán siendo rehabilitados socialmente como hombres normales. En otras palabras, seres que, durante su esfuerzo por alcanzar la libertad, se estrellan constantemente contra las diversas formas de frustración y privación de dicha libertad. Estos infortunados hechos servirán a Buñuel como base para exponer su particular visión sobre los anatemas humanos y sus circunstancias -el deseo, el erotismo, la muerte, la deidad-, desplegando, paralelamente, una crítica implacable contra los ritos y las formas sociales, la burguesía y las jerarquías civiles, religiosos y militares.

Planteamientos que desarrolla desde el enfrentamiento entre contrarios, es decir, desde la antinomia y la antífrasis. De hecho, su trayectoria vital y espiritual ha seguido caminos análogos, ya que de un entorno familiar burgués y una educación bajo la severidad de los jesuitas en Zaragoza, pasa a una vida distendida en la Residencia de Estudiantes de Madrid, a leer apasionadamente a Sade y a frecuentar el círculo de los surrealistas en París. De esta forma, convive en Buñuel «un conflicto entre la tradición española y la vanguardia, la medieval Calanda y el París cosmopolita, la disciplina jesuítica y la libertad surrealista: en definitiva, entre Cristo y Sade, Dios y el hombre…»[3].

Indicios de los que estará impregnada la obra del realizador aragonés, un cine sobre la imposibilidad, de itinerarios interiores y exteriores destinados hacia el naufragio espiritual, con abundantes flash-back -estructura que maneja con maestría- y plagado de sueños, de visiones. Y en medio de todo esto, sus ataques subversivos contra esas estructuras creadas alrededor del individuo: la religión, a cuya disciplina se somete por ese ansia de salvación espiritual y la sociedad, donde se desenvuelve y contra la que choca su yo, albergue del deseo, engendrándole insatisfacción, angustia y en algunos casos hasta locura.

Cuando el hombre enfoca su vida por los caminos de la santidad, anula involuntariamente su propia condición de hombre, ya que sus estímulos responderán a los dictados de una interpretación preconcebida de la divinidad, que para Buñuel tiene más de superstición que de fe. En ese momento se precipitarán contra la realidad, estallando en ellos un fuerte conflicto emocional, a menudo intensificado por los tambores de Calanda: por mucho que intenten acercarse al cielo, jamás podrán despojarse de sus raíces, ya que de una manera u otra, siempre estarán atados a la Madre Tierra. Es el caso del maltratado padre Nazario, protagonista de Nazarín, que perseguirá una vida de perfección, viviendo según los cánones del Evangelio. Propósito virtuoso en el universo de la espiritualidad, pero adverso en el mundo terrenal; de hecho, solo obtiene fracaso y humillación. Implícitamente el propio Buñuel se dirige a Nazario, a través de la boca de un ladrón, sentenciando: «usted para el lado bueno y yo para el lado malo… ninguno sirve para nada».

Viridiana recurrirá a la vida piadosa a través de la caridad como forma de expiar sus culpas, una vez frustradas sus intenciones de ingresar como novicia en un convento. La causa es el suicidio de su tío, que la noche antes había intentado poseerla carnalmente bajo los efectos de un somnífero. Ese sentimiento de piedad se irá abajo en el instante en que la benevolencia que ha depositado en acoger a los mendigos se vuelva en contra suya, cuando estos invadan la hacienda, usurpando descabelladamente armarios y habitaciones. Y al igual que Nazario, Viridiana deberá encontrarse a si misma haciendo frente a la vida real.

Si la anterior enfoca la religión como medio de redención y Nazario como camino de perfección, el protagonista de Simón del desierto irá mucho más lejos: intentará alcanzar la santidad acercándose al cielo mediante una columna. Sin embargo, él está unido a la tierra a través de la cuerda por la cual le proporcionan alimentos, a la vez que por la figura de su madre, que incluso ve en visiones. Buñuel recalca la naturaleza humana de Simón a través de la debilidad de la carne: tentándole con las tres apariciones del diablo en forma de mujer, que provocan respectivamente en el estilita tres profundas crisis internas. Incluso desmitifica la virtud del milagro cuando este cura a un manco al que le han cortado las manos por robar. Tras recuperarlas lo primero que hace es abofetear a una de sus hijas, que le ha pedido que se las muestre. Paradójicamente el film empieza cuando el asceta lleva en la columna seis años, seis meses y seis días, es decir, el 666, símbolo del diablo, que al final parece triunfar: Simón, con vestimentas beatnik se halla en el mundo terrenal, como un mortal más, en el interior de un pub atronado por la endiablada música de guitarras eléctricas, sonido que, por otra parte, detestaba el propio Buñuel.

Aunque realiza su propio estudio sobre la religión a través de su antagonismo, la herejía, en La Vía Láctea abordando los temas capitales de la doctrina como la Eucaristía, la Naturaleza de Cristo o la Trinidad, sus alusiones a los temas religiosos, además de los citados seres con vocación de santos, se extienden hacia las figuras de religiosos, que para el aragonés, cuanto más piadosos quieren ser, más problemas causan. En La muerte en este Jardín la Biblia del misionero será más útil, como instrumento de salvación, para hacer fuego, que como vehículo de oraciones. En El discreto encanto de la burguesía el discurso será más implacable, acentuando el hecho de que un atuendo clerical no puede sujetar la natural inercia del carácter humano. En una determinada escena, en su dia eliminada por la censura española, un moribundo confiesa al obispo que en el pasado quitó la vida a un matrimonio para el que trabajaba como jardinero. Dichos cónyuges resultan ser los padres del confesor que, en su condición de eclesiástico, no duda en dar la absolución al agonizante, pero poco después, su índole humana, yacente bajo la sotana, hace que se desquite, rematándolo con una escopeta. Pero ese «ateísmo gracias a Dios», de Buñuel también subyace en sus personajes laicos como Robinson Crusoe, que en un momento de desesperación grita a Dios obteniendo por respuesta el eco de su propia voz.

El otro armazón creado en torno al hombre es la sociedad, especialmente la burguesa, instauradora de los ritos y las formas sociales, y en la que se oculta la ociosidad, otra forma de parasitismo. Aunque tampoco duda en sumergirse en el mundo de los desheredados realizando sórdidos retratos de seres apartados por su condición de marginales como son los de Los olvidados. El director aragonés juega, con visión de entomólogo, a aislar a sus personajes del yugo de la civilización desentrañando así los frágiles hilos sobre los que esta se sustenta. Así, Robinson Crusoe es un hombre que prisionero en una isla se ve obligado, por supervivencia, a adaptarse a la Naturaleza que le rodea. Al aparecer el indígena Viernes, surgirán en él los innatos prejuicios sociales: de dominado por el entorno pasa a dominador del indígena, es decir, la eterna figura del amo y el sirviente. O en la citada La Muerte de este Jardín, en la que la endeble solidaridad establecida se rompe cuando un grupo de personas, abandonado en medio de la jungla, se encuentra con los restos de un avión, signo de civilización, en el que están esparcidas las pertenencias de las víctimas. El ángel exterminador, por el contrario, transcurre en una metrópoli, concretamente en una calle de singular nombre: Providencia, donde un grupo de burgueses no puede salir del interior de una habitación. Esta convivencia forzada se irá deteriorándose con el paso de los días, una situación de la que sólo saldrán repitiendo la misma posición en la que estaban en el momento del embrujo. No solo rigen sus vidas base de formas rituales preestablecidas, sino que deben recurrir a ellas para seguir sobreviviendo.

A estas imposibilidades se une otra fuerza mayor: el azar. En El discreto encanto de la burguesía, uno de los mayores logros narrativos en relación al espacio-tiempo -sueños dentro de otros sueños, y uno con flash-back incluido-, diversos casualidades impiden constantemente que un sexteto de amigos burgueses se reúnan a cenar. La paradoja de este grupo es que están al mismo tiempo libres, gracias a sus deseos codiciosos y su poder económico, y atrapados por el sino y la sociedad. Durante ese camino a ninguna parte emergerán las frustraciones y los deseos, de los que se servirá el cineasta aragonés para desmenuzar corrosivamente al grupo, además de reproducir algunos de sus propios sueños y formular su célebre receta de dry-martini. Pero el azar lo llevará a sus máximas consecuencias en El Fantasma de la libertad, dejando llevar libremente la cámara por unas situaciones que se van encadenando accidentalmente a otras, mostrando, con una mirada satírica, una especie de gran teatro del mundo.

Otro capítulo lo forman los seres maltratados por su propia psiquis. Interesado por los temas del psicoanálisis, el autor aragonés llega a hablar de la posibilidad de realizar un documental psicológico donde se reúnan las diversas enfermedades psicopáticas. Influido por estas cuestiones, traza los dos retratos más paranoicos y atormentados sobre el deseo masculino dentro de su filmografía: Francisco Galván de Montemayor -Él- y Archibaldo de la Cruz -Ensayo de un crimen-. La Imaginación -único espacio de libertad para el hombre según Buñuel y los surrealistas- está inherentemente supeditada, en el individuo, a una educación recibida, a un ámbito social y a una experiencia vital. Estos factores, unidos al anhelo, pueden producir fuertes impactos emocionales, guiando involuntariamente la conducta, a veces hasta extremos insospechados. En esta tesitura se moverán los citados Francisco y Archibaldo, seres aislados dentro de las paredes de sus lujosas mansiones y sumidos a los altibajos del deseo, quizá como vehículo de escape a una vida en la que se mezclan cotidianeidad, rutina y tradición. En el primero, el anhelo dará paso a una patológica obsesión en un hombre, poderosamente influido por sus represiones religiosas, que está convencido de que su mujer le engaña; en el segundo, maliciosamente más sutil, será una sugestión de la infancia, una caja de música que, según un cuento que le narra su institutriz momentos antes de caer abatida por las balas de unos revolucionarios, hará desaparecer mágicamente a aquellas personas por quienes su dueño sienta hostilidad. Si Francisco está empeñado en interpretar la realidad según su delirante subconsciente llegando incluso a atentar frustradamente contra la vida de su mujer, Archibaldo se deja llevar por sus inclinaciones criminales que por azar sus manos no consuman; sin embargo, sus víctimas fallecerán fortuitamente.

Estas tendencias del deseo masculino también torturan a los dos personajes maduros interpretados por Fernando Rey: el Don Lope de Tristana, es un burgués ocioso que intenta sentar la cabeza con una joven aparentemente desprotegida para evitar la soledad en su cercana senectud. De igual forma el Mateo de Ese oscuro objeto del deseo es un varón de mediana edad, enamorado de una muchacha que ejerce de criada en casa de su hermano. La atracción se convertirá en el monstruo del deseo: ellos acabarán dominados por el capricho de ellas, llegando, en el caso del segundo, a dejarse someter a crueles tratamientos cargados de humillaciones.

Por el contrario, Belle de Jour, es una mujer la que se entrega a prácticas masoquistas para obtener placer. En esta película, Buñuel realiza una minuciosa investigación sobre las motivaciones del deseo femenino a través del personaje de la joven burguesa Severíne. Hermética, fría e impasible en su matrimonio, quizá por un exceso de inactividad, se refugia en un prostíbulo, una especie de teatro donde desfilarán una serie de clientes, también acomodados, en busca de alocadas perversiones y fetichismos, temas, por otro lado, que fascinaban al propio Buñuel. Severine necesita imaginar para disfrutar del amor -hasta su marido aparece en sus visiones-, obteniendo satisfacción a través de la humillación.

Del cine de Buñuel se podrían extraer y dilucidar muchos más elementos y significados que se han querido ver como símbolos y que son, en muchos casos meros divertimentos del director. Conocida es la anécdota de cuando le preguntaron que había en la famosa cajita con zumbido que un asiático muestra a las concubinas en Belle de jour, a lo que Buñuel contestó: hay lo que cada espectador quiera imaginar.

CARLOS TEJEDA
(1) Artículo publicado en la revista NICKEL ODEON, nº 13, invierno de 1998. Monográfico sobre Luis Buñuel, pp. 44-48.

Notas
[2] AUB, Max. Conversaciones con Buñuel. Aguilar. Madrid, 1985, p. 464.
[3] SANCHEZ VIDAL, Agustín. Luis Buñuel. Cátedra. Madrid, 1991, p. 14.